El despertador sonó a las 8 de la mañana, como sonaba cada día desde que llegamos a Arenas de San Pedro. Me dolía todo el cuerpo por las agujetas y una vocecita dentro de mi cabeza repetía insistentemente: “Las vacaciones están para descansar, no para sufrir, esta rutina diaria es inhumana”. Edu estaba como una rosa y se levantó rápidamente. Con bastante desgana me arrastré hasta el armario y comencé a vestirme. Tras tomar un batido de proteínas veganas, me puse a cuestas la mochila de peregrina y comenzamos como cada mañana a caminar por la ruta del Berrocal. Quedaba menos de un mes para hacer el Camino de Santiago desde Irún y necesitaba entrenar si pretendía llegar a algún lugar.
Al adentrarnos en el monte, oímos un aullido tan desgarrador que tanto Edu como yo sentimos la necesidad de pararnos para descubrir de dónde venía. Era el llanto de un perrito, que paró a la vez que nosotros. Continuamos la marcha y el llanto continuó. Paramos y se calló. El monte es engañoso y el eco impedía identificar claramente el origen. Nos quedamos esperando por si podíamos orientarnos mejor, pero cuanto más quietos nos quedábamos, más silencio escuchábamos. “Deja de perder el tiempo con tonterías” – decía mi vocecita. Pero algo más fuerte que mi vocecita, que procedía del corazón, me decía que continuara. Tras media hora frustrante, descubrimos que el perrito lloraba cada vez que un ciclista, corredor o caminante pasaba por una zona determinada. Así que le pedí a Edu que comenzara a correr para identificar exactamente de dónde venía. Provenía de un pinar abarrotado de zarzales, donde no hubiera puesto un pie ni harta de vino en cualquier otra circunstancia. Y allí me adentré haciendo caso omiso a la vocecita: “Aquí hay arañas por todos lados, te estás llenando de mierda, las zarzas tienen pinchos, en 3 semanas te casas y vas a ir llena de arañazos…”. Mi corazón me gritaba que siguiera pero, tras una hora de búsqueda fallida, nos rendimos.
Con un nudo en la garganta y la angustia de ese perrito clavada en el corazón, cogimos las mochilas. Al dar el primer paso, miré hacia atrás y sentí la necesidad de silbar. Nunca aprendí a silbar decentemente hasta que ese día surgió de forma natural. Sorprendentemente, el perrito respondió con llantos a mi silbido. Cuanto más silbaba, más aullaba. Edu salió corriendo para identificar el lugar exacto de origen y en unos minutos dio con él. Estaba atado con una cadena a un árbol entre los zarzales, sin comida y sin bebida. Estábamos a 11 de agosto y en unas horas el monte iba a convertirse en un horno. Cuando Edu le soltó, pude respirar tranquila. Era una perrita mestiza marrón, de tamaño medio.
Nos pusimos finalmente las mochilas y comenzamos el camino de vuelta a casa. La perrita iba siempre 5 metros por delante nuestro, como siguiendo un rastro. Si nos parábamos, venía donde estábamos nosotros, pero si caminábamos continuaba rastreando. Tras media hora caminando, vi en el suelo un mordedor para perros (una pelota de cuerda con un asa). Lo cogí, miré al cielo y pregunté jocosamente: “¿Me estás enviando una señal?”. Edu y yo llevábamos más de un año queriendo adoptar un perrito y parecía demasiada “causalidad» encontrarme un perro y un juguete el mismo día, por un camino que estábamos recorriendo a diario. Quedaban dos días para mi cumpleaños, ¿sería un regalo adelantado del universo?.
Al salir del monte teníamos que atravesar una carretera, así que improvisamos una correa para guiarla sin peligro: unimos un mosquetón al asa del mordedor que habíamos encontrado para engancharlo a la cuerda de rafia que tenía atada al cuello. Nos siguió a casa, le dimos agua fresca, pienso de la gata y la llevamos al veterinario. Aunque tenía garrapatas por todo el cuerpo, estaba bien de salud. Cuando nos dijo que no tenía chip, ese algo que me impulsó a buscarla, que venía del corazón, habló a través de mí y dijo inmediatamente: “Ponle el chip a mi nombre”.
Ha sido la mejor decisión que he tomado en mi vida. Nos la llevamos de luna de miel al Camino de Santiago y se ha convertido en la reina de la casa. Es increíble cómo un “bicho peludo” puede cambiar tanto la vida de alguien. Gracias a ella, he aprendido el valor de la lealtad, la importancia de la responsabilidad, el placer de volver a jugar, el significado del amor incondicional y la trascendencia de escuchar a nuestro corazón.
Doy gracias al Universo por haberme hecho el mejor regalo del mundo: Canela.
Muy bonito y muy buena persona pero pienso que se lo merecen mas las personas y me encantan los animales y la naturaleza pero los niños los humanos inocentes indefensos creo que son primero.